Inspirados en el contractualismo
de los siglos XVII y XVIII europeos y en el pragmatismo del siglo XIX,
filósofos, psicólogos y sociólogos estadounidenses en los años ’30 del siglo XX
comienzan a considerar que el significado social (lo simbólico) surge de la
interacción concreta que un individuo mantiene con un semejante (interaccionismo
simbólico).
Desde esta perspectiva, el orden
social surge y se mantiene en la interacción entre individuos. La
interacción posee una serie de mecanismos autorreguladores para mantener el
orden social.
Esta es la postura del canadiense Erving
Goffman, quien cree que los actores harán cualquier cosa para evitar
el desorden. Dado que comunicar es una forma de hacer, el orden social se
pone en juego y se reafirma en toda conducta comunicativa.
Es por eso que Goffman se ocupará de
la forma en que los individuos organizan su discurso en una interacción conversacional.
Este enfoque microsociológico puede ser complementado con el análisis de la
comunicación no verbal (proxémica, kinésica, etc.) de los psiquiatras y
antropólogos de Palo Alto (Bateson).
La comunicación es comunicación social
Al concebir la comunicación como una
actividad social, la transmisión de un mensaje se integra a una matriz mucho
más vasta, que trasciende la mera comunicación interindividual. Bajo este
enfoque cabe analizar el conjunto de códigos y reglas que hacen posible y
mantienen la regularidad y previsibilidad de las interacciones y las
relaciones entre miembros de una misma cultura.
Esta perspectiva inserta el mensaje/acción
individual en la continuidad de las redes sociales de significación. El
“actor social” es integrado a una entidad histórica macro que lo subsume. Ningún
significado es fijo; ningún elemento es unívoco. Es por eso que el contexto
situacional adquiere un estatus fundamental.
Metáforas de la interacción: juego y ritual
Según Gregory Bateson, la actividad
lúdica requiere la posibilidad de usar un marcador metacomunicativo que
indique “esto es un juego”. Toda comunicación implica la existencia de un
mensaje metacomunicativo que establece la forma de comprender el mensaje. La
metacomunicación provee, así, de un contexto simultáneo a la comunicación a
medida que ésta se va produciendo.
Por su parte, Erving Goffman
considera que las pequeñas ceremonias cotidianas confirman las relaciones y
funciones sociales. Hay situaciones en que la interacción toma de manera más
evidente el estatuto de rito, por ejemplo, conciertos de rock o encuentros
entre amigos para consumir ciertos productos massmediáticos.
Hacia un ordenamiento de la interacción: las reglas del
intercambio comunicacional
La vida comunicativa está organizada
de acuerdo a reglas implícitas de comportamiento social esperado,
preferido, permitido y proscrito. Las reglas pueden ser normativas. En
esos casos, casi siempre toman la forma de enunciados imperativos (“Se debe…”,
“Hay que…”, etc.).
El carácter prescriptivo de
las normas se refleja en las fórmulas de cortesía, saludos formales y
presentaciones diplomáticas. Ciertos contextos incluso exigen una conducta
acorde a la situación. En esos casos las reglas son situacionales y
demandan ciertas competencias culturales para ajustarse al contexto.
El empleo estratégico de ciertas
reglas, mostrarán el carácter de utilidad que poseen en determinados
contextos. Tal es el caso de los graffiti u otros actos de rebeldía ante una
autoridad.
Las situaciones son, pues,
preexistentes a cada interacción. El actor social sólo deberá reconocer una
situación y actuar en consecuencia.
La interacción comunicativa presupone un contrato entre
los interlocutores
La existencia de reglas implícitas
permite hablar de una cierta noción de contrato, pacto o acuerdo también
implícito en la comunicación, que estructura la relación entre los actores.
Este pacto implícito de
comunicación constituye, pues, un dispositivo de enunciación que conforma
las entidades discursivas del enunciador y el destinatario, distintas de
las del emisor y el receptor reales.
Sin embargo, esta metáfora del juego
y el contrato supone cierta igualdad de condiciones entre los
“jugadores” (actores) que nunca existió en la realidad. Esta metáfora no
explica quién pone las reglas, elimina la cuestión del poder y la desigualdad,
borrando así la dimensión social y cultural de toda comunicación.
De saberes y competencias
La idea de códigos preexistentes y
compartidos remite al concepto de competencia comunicacional, que es la
capacidad inherente a un individuo para mantener una comunicación coherente.
Esta aptitud requiere el conocimiento de las reglas en uso y su manejo
creativo en situaciones de comunicación.
El enfoque microsociológico de
Goffman señala una capacidad inherente al actor para reconocer un escenario
determinado y adoptar la fachada más adecuada. Ésta es la dotación
expresiva que el actor empleará intencional o inconscientemente para
cumplir con las expectativas estereotipadas abstractas socialmente
institucionalizadas (representaciones colectivas).
El vestido, las expresiones
faciales, los gestos corporales y el lenguaje verbal son algunos de los vehículos
transmisores de esta “fachada”. Así se observa, por ejemplo, la diferencia
entre la fachada que mantienen las enfermeras y la que mantienen los médicos:
muchas tareas aceptables para aquellas son indignas para éstos.
Lo mismo sucede con las estudiantes
universitarias norteamericanas que, ante el cortejo del varón, se deja ganar en
los juegos para cumplir con sus expectativas y el rol “débil” de la mujer.
Pero los ejemplos que convoca
Goffman pertenecen a una comunidad homogénea como era la clase media
norteamericana de los años ’50 y no reflejan los conflictos interculturales
ni las desigualdades sociales en el interior de una cultura.
Pierre Bourdieu indicaría luego que
la “capacidad estatutaria” es una aptitud determinada por la pertenencia de
clase del sujeto, por el estatuto o status en el interior del campo.
Los “ruidos” en la interacción: el estigma
La teoría goffmaniana supone que en
una situación comunicativa entre individuos “normales” se ponen en juego comportamientos
estandarizados que forman parte de la educación y la socialización de cada
uno. Pero cuando en una interacción, alguno de los interlocutores es portador
de un estigma, se produce una quiebra en el contrato de comunicación.
El estigma es un atributo que
arroja un descrédito profundo sobre aquel que lo porta a la vez que
perturba a la persona “normal” y la obliga a salir de las normas habituales.
Para ilustrar este concepto, Goffman clasifica los estigmas en: deformidades
físicas (discapacidad), deficiencias de carácter (locos y homosexuales) y los
estigmas tribales como la raza (negros), la nacionalidad y la religión (judíos).
Así, decir “gente de color” en vez
de “negro” constituye un eufemismo que lo único que hace es reconocer el
estigma y reafirmarlo. Goffman señala que las pautas de socialización
operan de forma que los individuos estigmatizados aprenden a incorporar el
punto de vista de los “normales”.
La sociedad construye una ideología
para explicar la inferioridad del estigmatizado, quien, a su vez, tiende a
sostener y reproducir esas mismas creencias sobre la identidad. De todas
formas, el estigma se manifiesta como un desafío a las reglas y escapa a la
normalización que rige todo intercambio comunicacional.
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