Según Marx
Hegemonía: sinónimos de supremacía de una
comunidad política sobre otras.
Su
uso en dicho sentido, fue legitimado por los teóricos de la Razón de Estado
como opuesto a la noción de equilibrio en las relaciones internacionales. Así ingreso el concepto en la teoría
política; fue ampliada, al emanciparlo de su exclusivo significado político –
militar e interpretarlo como primado civil y moral, ya no basado en el uso de
la fuerza sino en la cultura y las costumbres.
El
vocablo “hegemonía” ingresa, de la mano del marxismo, en la teoría social
contemporánea para, posteriormente, extender su aplicación a los estudios
culturales.
Desde
Plejanov hasta Lenin, la introducción del término tiene que ver con la
necesidad de analizar un proceso no previsto en la versión clásica que Marx
había propuesto sobre la evolución de las sociedades: aquellos casos en los que
la incapacidad de la burguesía para llevar a cabo sus tareas históricas de
índole democrática obligaba a la clase obrera a reemplazarla y cumplir ese
papel frente al absolutismo, esto es, a dar cuenta de una separación histórica
entre lo que se entendía como “naturaleza de clase” de la tarea y el agente
social que debía llevarla a cabo. Este tema, que se plantearía con toda intensidad
alrededor de la Revolución Rusa de 1905, separaría definitivamente las aguas
entre las corrientes “revolucionarias” y “reformistas” de la socialdemocracia
rusa, situando la caracterización del proceso de hegemonía en las relaciones
internas entre las clases.
Para
la metodología marxista, el tema de la hegemonía se vincula directamente al de
las alianzas de clase y postula como eje de indagación la relación entre la
clase obrera y el resto de las clases subordinadas, en especial el campesinado, en tanto núcleo histórico de un proceso de transformación radical. Dicha alianza, en la medida en que
pudiera dirigir un ciclo de revolución permanente capaz de transformar una
etapa de revolución democrática en revolución socialista, suponía un componente hegemónico por parte del proletariado al que los
otros aliados deberían subordinarse. En esa instancia, el término “hegemonía”
aludía a un proceso especifico: el de la constitución de un bloque popular
revolucionario bajo la conducción, ideológica y organizativa, del proletariado
y de su partido para la conquista del poder político.
Lenin y los bolcheviques contraponían la necesidad de
la dirección- o hegemonía- del proletariado en un frente autónomo con los
campesinos. Esta es
la hipótesis de trabajo que sería sacralizado luego como un documento fundador del leninismo en la
lucha no sólo contra los mencheviques sino también contra Troski, partidario de
un proceso de “revolución permanente” que no reconocía la necesidad de una
alianza estratégica con el campesinado. El término “hegemonía” habrá de
aparecer, en la doctrina leninista y en los debates de la Internacional
Comunista, como sinónimo de dictadura del
proletariado.
Mediados de 1920, el término “hegemonía” era utilizado por el
pensamiento marxista para designar:
1) la dirección de la clase
obrera en la revolución burguesa
2) la dirección de la clase
obrera sobre sus aliados -en especial los campesinos pobres- en el proceso de
conquista del poder
3) la dirección de la clase
obrera, luego de la toma del poder, sobre la sociedad en su conjunto (la
dictadura del proletariado como eje de una alianza obrero-campesina).
Aportes de Gramsci
Pero estos usos internos sufrieron un vuelco con la
resignación que del mismo habría de hacer el pensador y dirigente comunista italiano
Gramsci. El rasgo principal de la contribución
gramsciana es haber hecho trascender el concepto más allá de los estrechos
límites en que se movía. A partir de sus
aportes, la palabra “hegemonía” comenzará a funcionar como un instrumento de
análisis para las ciencias sociales en un rango que va desde la ciencia
política y la sociología histórica hasta la teoría de la cultura y el estudio
de los procesos de socialización y de constitución de ideologías.
Para Gramsci, la supremacía de un grupo social se
expresa de dos modos: como dominio y como dirección intelectual y moral, como dominante de los grupos adversarios y dirigentes de los grupos
aliados, en una primera distinción conceptual entre dominación y dirección como
componentes de la hegemonía, que ya aparecía, aunque de forma más ambigua, en
la literatura contemporánea de la Tercera Internacional.
Pero la peculiar introducción gramsciana de la
expresión “hegemonía” con el viraje de su sentido hacia el predominio de lo
moral, lo ético, lo ideológico y lo cultural en detrimento de lo político
instrumental, no podría hacerse sin una reformulación simultanea de otros
términos que en conjunto habrán de constituir una original cadena conceptual.
Esa batería de voces resignificadas – Estado ampliado,
sociedad civil, sistema político, bloque histórico, guerra de maniobras,
revolución pasiva, transformismo, entre otras- tiene como núcleo el concepto de
hegemonía, en tanto punto de partida para una definición polémica de la clásica
relación marxista entre “estructura” y “superestructuras” y como complemento necesario de una teoría sobre la función de los
intelectuales en el proceso social.
La superestructura serían el campo en que los hombres
(y por lo tanto las clases sociales) toman conciencia de su posición y
construyen sus objetivos, conformándose así en ellas la trama viva de la
historia. Así, cambia la definición del Estado moderno que, de epifenómeno
político de los movimientos de la economía, deviene un órgano susceptible de
ser dividido para su análisis en dos niveles de acción: como sociedad política y como sociedad civil.
La primera dimensión (la sociedad
política) alude al Estado como instituciones de gobierno; la segunda (la sociedad civil) a lo que Gramsci
-hegelianamente- considera la trama privada, ética del Estado, “al conjunto de
los organismo vulgarmente llamados privados (...) y que corresponden a la
función de hegemonía que el grupo dominante ejerce en toda la sociedad”.
La
sociedad civil en Gramsci supone una trama institucional formada por la familia, la
escuela, los medios de comunicación o las iglesias, mecanismos que socializan a
la población en los valores dominantes y que por tanto contribuyen a la
elaboración de consenso de forma más perdurable que la que emanan de la
violencia monopolizada por la sociedad política. Así, el Estado, como “hegemonía acorazada de coerción”, operaría como
un campo complejo de dominación, en el que las instituciones de la sociedad
civil funcionarían como trincheras protectoras de los órganos de la sociedad
política.
Pero en la sociedad civil no operan solamente los
difusores de la cultura dominante: es un campo de luchas, “de relaciones de
fuerzas”, de conflictos de hegemonía entre las clases dominantes y las clases
subalternas.
Lo que Gramsci llamó instituciones de la sociedad
civil aparece en ese filósofo marxista francés como “aparatos ideológicos de
dominación”, con la diferencia de que estos no serían definidos como campos de
conflictos sino como puras expresiones del dominio de clase, con lo que la riqueza analítica del concepto se empobrece al explicar
los mecanismos de reproducción de un sistema pero no los de su transformación.
Bourdieu, también se mueve en un terreno con
resonancia gramsciana al estudiar las formas de lo que llama “dominación simbólica”, tratando de reconstruir en torno
del concepto de habitus el proceso
por el cual lo social se interioriza en los individuos a través de sistemas de costumbres no
conscientes –lo que Gramsci llamaba el “sentido común”- y lograr que las
estructuras subjetivas coincidan con las objetivas. Como el habitus obra a la
manera de un conjunto de esquemas o disposiciones socialmente adquiridas
(“estructuras estructurantes”), ordena el conjunto de las prácticas de personas
y grupos garantizados su coherencia con los valores predominantes y arraigando
la hegemonía en las vidas cotidianas.
A diferencia de la pasividad que emerge
de la caracterización athusseriana de los aparatos ideológicos de dominación, y
más cerca de la relación gramsciana entre hegemonía y práctica histórica, la teorización de Bourdieu asume que si
bien el habitus tiende a reproducir
las condiciones históricas que lo produjeron, en su confrontación con otros
aspectos de la realidad que vive el sujeto queda lugar para la aparición de
prácticas transformadoras.
De todas estas aproximaciones
conceptuales a la noción de hegemonía es la necesidad de ubicar a sus
portadores sociales, a los mediadores entre clases fundamentales e individuos.
Ha sido Gramsci, quien primero
colocara el eje en esa cuestión al desarrollar
una teoría de los intelectuales que está
indisolublemente ligada a la problemática de la hegemonía como dirección
política y cultural.
Partiendo
de la idea de que todos los hombres son intelectuales “pero no todos los
hombres poseen en la sociedad la función de intelectuales”, Gramsci define esa
función como la de empleados de los grupos sociales fundamentales para las
tareas de hegemonía social y de gobierno político, o sea, como productores de
consenso y/o organizadores de la violencia legítima.
En
la definición ampliada de Gramsci, el Estado moderno opera una reconciliación
“nacional” de los intereses fragmentados de la sociedad mediante la elaboración
de un consenso “espontaneo” compuesto de símbolos y valores hegemónicos.
Para
Williams, “la hegemonía constituye todo un cuerpo de prácticas y expectativas
en relación con la totalidad de la vida. (...) es
un sistema vívido de significados y valores (que otorga) un sentido de realidad para la mayoría de las gentes de la sociedad”.
Ello
permite que la cultura no sea considerada como una “superestructura” en la
medida que la tradición y la práctica cultural son comprendidas como algo más
que reflejos de una estructura económica.
Una
hegemonía es siempre un proceso compuesto de experiencias, relaciones y actos y
no se produce de modo pasivo: es permanentemente desafiada y resistida por
otras presiones que constituyen los momentos contrahegemonicos o de
hegemonías alternativas.
Si
la hegemonía, por definición, siempre es dominante, jamás lo es de un modo
total o exclusivo, en la visión de Williams, por lo que los procesos culturales
no deben ser vistos como simplemente adaptativos sino como un proceso complejo
y vivo en el que se articulan y enfrentan la dominación y la resistencia.
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