La cultura, para Cuche, es una
construcción que se inscribe en la historia de las relaciones de
los grupos sociales entre sí. Al entrar en contacto, cada colectividad
intentará defender su especificidad esforzándose por diversos artificios
para convencer(se) de que su modelo cultural es propio y original.
El hecho de que el juego de la
distinción lleve a valorar y acentuar un cierto conjunto de diferencias
culturales en detrimento de otros es resultado del carácter específico de
una determinada situación. Y estas situaciones son siempre relaciones
sociales desiguales.
Dado que las culturas no existen
independientemente unas de otras, están ordenadas en una cierta jerarquía.
Esto trae aparejado una serie de conflictos entre los grupos que ocupan posiciones
desiguales en el campo social, con más o menos fuerza que otros,
pero nunca totalmente despojados en el juego cultural.
Cultura dominante y cultura dominada
Hablar de “cultura dominante” o
“cultura dominada” es recurrir a metáforas porque lo que existe son grupos
sociales que están relaciones de dominación y subordinación. Una cultura
dominada no está necesariamente alienada.
En su evolución, no puede dejar de
tener en cuenta a la cultura dominante, pero a su vez no puede dejar de ejercer
resistencia a esa imposición cultural.
Como creían Kart Marx y Max Weber,
la cultura de clases dominantes es la cultura dominante. Para estudiar las
culturas habrá que analizar, por ende, la situación de dominación.
Las culturas populares
Según Cuche, para hablar de cultura
popular hay que evitar dos tesis opuestas. La minimalista sugiere que
las culturas populares no serían más que derivados de la cultura dominante, que
sería central.
La tesis maximalista opuesta
sostiene que las culturas populares son superiores a las “letradas” por ser más
“auténticas”. Pero lo que no tienen en cuenta estas dos tesis es que ninguna
cultura es homogénea sino que son construidas en situaciones de dominación.
Es por eso que, para Cuche, las
culturas populares son culturas de oposición, de resistencia a la
imposición cultural. No obstante, la resistencia cultural no basta para fundar
una autonomía cultural suficiente.
Y es precisamente durante el olvido
de la dominación social que las clases populares recrean actividades
culturales autónomas. Es que los grupos populares no están todo el tiempo
enfrentados con el grupo dominante.
Cuche cita a Michel de Certeau,
quien definió la cultura popular como la cultura “común” de la gente común,
es decir, una cultura que se fabrica en la cotidianeidad, en las
actividades del día a día.
Como es multiforme y está
diseminada, para aprehenderla, hay que aprehender la inteligencia que la gente
común hace de la producción masiva. Es que, para él, la cultura popular
se define por las maneras de utilizar los productos impuestos por el orden
económico dominante.
Y la creación de esta cultura
popular opera por una lógica similar a la del bricolage, opuesta al
conocimiento científico. Una especie de acomodamiento pre-reflexivo.
Así, Certeau cree que esta “cultura
del consumo” se caracteriza por el engaño y la clandestinidad. La
investigación de las culturas populares se encuentra entre la producción masiva
dominante y su consumo disperso y uso cotidiano.
La noción de “cultura de masas”
Tuvo gran resonancia en los años
sesenta con el desarrollo del estudio sobre los medios masivos de
comunicación. Numerosos autores se dedicaron al análisis de la producción
y consumo culturales.
Pero Cuche subraya su desacuerdo con
el empleo de la noción de “masas” porque remite al conjunto total de la
población, sin distinguir “cultura para
las masas” de “cultura de las
masas”.
Porque una masa de individuos reciba
el mismo mensaje no significa que ésta constituya un todo homogéneo. Al
contrario, los consumidores no asimilan pasivamente los contenidos que se
difunden, sino más bien se apropian de ellos
y los reinterpretan según sus propias lógicas culturales.
Así, por ejemplo, la serie de
televisión Dallas tuvo éxito incluso
en los pueblos jóvenes de Perú y en aldeas saharianas de Argelia, peo no fue
comprendida de la misma manera ni mirada por los mismos motivos en lugar y en
otro.
En conclusión, por más estandarizado
que pueda ser el producto emitido, su recepción no es nunca uniforme.
Por eso, las nuevas investigaciones en medios de comunicación deberán prestarle
mucha más atención a lo que los consumidores hacen con lo que consumen.
La cultura de clase
El débil valor heurístico de la
noción de cultura de masas y la imprecisión de las de cultura dominante
y cultura popular, llevaron a los investigadores a reconsiderar positivamente
el concepto de cultura de clase.
Es que los sistemas de valores, los modelos
de comportamiento, las prácticas cotidianas más comunes y los principios de
educación varían sensiblemente de una clase a otra.
Así, por ejemplo, las prácticas
alimentarias están profundamente vinculadas con la clase social de
pertenencia. Es que los gustos varían de acuerdo a las imágenes
inconscientes, los aprendizajes y recuerdos de infancia.
De esta forma, hay carnes
“burguesas” como el cordero y la ternera y carnes “populares” como el cerdo, de
la misma forma que las papas son los vegetales frescos más “obreros”. Comer,
por ende, es una manera de marcar la pertenencia a una clase social
particular.
Max Weber y el surgimiento de la clase de los empresarios
capitalistas
Max Weber se opuso a la tesis, que
consideraba simplista, del materialismo histórico, según la cual las
ideas, valores y representaciones eran un reflejo de situaciones económicas
dadas.
Para ello, escribió La ética protestante y el espíritu del
capitalismo. La tesis de este libro es que el desarrollo de una nueva
clase de empresarios obedece a difusión de valores ascéticos
secularizados, propios de la
Reforma calvinista: el ethos
protestante.
Según Weber, la formación del
capitalismo de empresa burgués, con su organización racional del trabajo
libre, no hubiera sido posible sin la expansión de los nuevos valores
protestantes que promueven al trabajo como una forma de liberar al hombre.
No obstante, los individuos no
pueden quedarse tranquilos con sus ganancias ni disfrutar de manera estéril sus
bienes. Las nuevas virtudes reconocidas son el sentido del ahorro, la
abstinencia y el esfuerzo, base de la nueva disciplina.
Es por eso que, lejos de la
ostentación, se impone el criterio de la discreción. Con sus ganancias,
los empresarios deben hacer inversiones más que dedicarse a gustarlas en
banalidades.
Más que la gran burguesía
comerciante tradicional, la que cumple un nuevo rol en este proceso es la burguesía
media de pequeños empresarios. Ella es la que difunde los nuevos valores
ascéticos puritanos.
El ethos capitalista, sin embargo, gana progresivamente
otros grupos sociales, incluidos los obreros, hasta que se extiende al conjunto
de la sociedad. Esta ampliación está acompañada por una “racionalización” de
la vida social y de la actividad económica, sometidas a una organización
cada vez más metódica y hasta científica, que se esfuerza por superar el
orden de lo afectivo y lo emocional.
La cultura obrera
Cuche cita a algunos investigadores
de la cultura obrera. El primero, Maurice Halbwachs sostuvo que, al estar
determinadas las necesidades de los individuos por las relaciones de
producción, la naturaleza del trabajo obrero determinaba las formas
de consumo obrero.
Richard Hoggart, por su parte,
estudió la especificidad de la cultura obrera para descubrir un
sentido de pertenencia a una forma de vida y un destino compartidos que
priorizan la solidaridad familiar y el uso colectivo de los
medios materiales.
No obstante la “privatización” de
los modos de vida obrera, que se manifiesta en la declinación de los
espacios sociales a favor de las propiedades privadas, ésta no ha
desaparecido.
Internamente, el espacio privado
obrero está organizado de acuerdo a normas específicas, que privilegia cierto
uso de vestimenta, lenguaje y vivienda y organiza las tareas domésticas en una
férrea división sexual de roles.
La cultura burguesa
Al contrario de lo que pasa con la
cultura obrera, la burguesa se hace difícil de estudiar porque rara vez es
reivindicada. Los burgueses, en tanto individuos, no se enorgullecen explícitamente
de su condición.
No obstante, los que sí lograron
estudiar esta cultura, observaron una ritualización de ciertas prácticas de
la vida cotidiana, como las comidas en la mesa, momento privilegiado para
la socialización y transmisión de valores familiares burgueses.
La preeminencia del ámbito doméstico
familiar se refleja en el uso constante de una memoria genealógica familiar,
en detrimento de una identificación manifiesta de clase o el privilegio de los
espacios sociales vecinales, como en la cultura obrera.
Bourdieu y la noción de habitus
Cuche señala que Bourdieu, a pesar
de ser considerado un sociólogo de la cultura, no utiliza el concepto
antropológico de cultura o, si lo usa, lo vincula al conjunto de
producciones simbólicas socialmente valorizadas que pertenecen al dominio
de las artes y las letras.
Según la tesis de Bourdieu, los modos
de consumo de la cultura, al igual que las prácticas culturales en general,
están determinados por la clase social de pertenencia. Lo que caracteriza
a cada clase o grupo social es el hábitus.
Los hábitus son disposiciones
corporales duraderas y transmisibles, es decir, estructuras que orientan
las prácticas de los agentes. El hábitus funciona como la incorporación y materialización
de la memoria colectiva y explica por qué los miembros de una misma clase
actúan con frecuencia de manera semejante sin tener la necesidad de ponerse de
acuerdo.
El hábitus es el conjunto de
esquemas de percepción, pensamiento y acción que permite que los individuos
se orienten en su propio espacio social y que adopten prácticas acordes con su
pertenencia social. Es mediante la “trayectoria social” que cambia el
hábitus.
Cultura e identidad
Según Cuche, a partir de los años
setenta se extendió una suerte de “moda” por los estudios culturales sobre
la identidad. No obstante, cree necesario distinguir las nociones de
“cultura” y de “identidad cultural”.
Así, una cultura puede no tener conciencia
identitaria, al tiempo ciertas estrategias identitarias tiendan a
modificar una cultura determinada. Es por eso que la cultura se origina, según
Cuche, en procesos en gran parte inconscientes.
El concepto de identidad cultural
nació en los Estados Unidos en los años cincuenta para dar cuenta de los problemas
de integración de los inmigrantes.
La identidad social opera por exclusión/inclusión
y aparece como una modalidad de categorización de la distinción
nosotros/ellos, basada en la diferencia cultural.
Las concepciones objetivistas y subjetivistas de la
identidad cultural
El enfoque racial de la
cultura define a la identidad como algo dado, como una herencia biológica
inmanente al individuo, estable y definitiva. Esta representación genética de
la identidad naturaliza la pertenencia cultural y la considera una esencia que
no puede variar.
Bajo esta perspectiva se explicó
muchas veces el “genio” o la “mentalidad” de un pueblo. Por ejemplo, se
consideró que las buenas cualidades de los negros para la música o los deportes
eran parte constitutiva de su patrimonio genético.
El enfoque culturalista, en
cambio, el acento se pone en la herencia cultural, entendida ésta como la socialización
del individuo en el seno de su grupo cultural. También en este caso la
identidad se define como preexistente al individuo.
Así, se elaboraron registros de atributos
culturales invariables que se suponen inmanentes al grupo cultural y que
permitirían definir la “esencia” del conjunto.
Esta era la visión de Geertz,
quien creía que la identidad cultural era una propiedad esencial inherente
al grupo porque había sido aprendida en su seno, sin referencia a otros
grupos.
Frente a estas teorías que describen
la identidad a partir de cierto número de criterios “objetivos” (lengua,
vestimenta, religión, etc.), se alzan las críticas de los que defienden una concepción
subjetivista del fenómeno.
Para éstos, la identidad
etnocultural no es más que un sentimiento de pertenencia, una identificación
con una colectividad imaginaria. Pero con esta postura se corre el peligro
de pensar, señala Cuche, que la identidad es una cuestión de elección
individual arbitraria.
La concepción relacional y situacional
El único enfoque que puede explicar
por qué una identidad se afirmó en cierto momento o se reprimió
en otro es el que atiende al contexto relacional. La posición de los
agentes en el marco social orienta sus representaciones y elecciones para la
construcción de la identidad.
De esta forma, la concepción
relacional de Fredrick Barth permite superar la antinomia
objetivismo/subjetivismo. La identidad es el producto que se elabora en una
relación que opone un grupo a los otros con los cuales entra en contacto.
Por ende, para aprehender el
fenómeno identitario hay que estudiar el orden de las relaciones entre
los grupos sociales. La identidad resulta un modo de categorización
utilizado por los grupos para organizar sus intercambios.
Así, habrá que ver en qué contexto
de interacción concreto se pone en marcha cierto procedimiento de
diferenciación. La diferencia identitaria no es la consecuencia
directa de la diferencia cultural.
La identidad es la resultante de una
negociación entre una “autoidentidad” y una “heteroidentidad”
definida por otros. Identificación/diferenciación y identidad/alteridad están
en relación dialéctica permanente.
Un ejemplo de esta negociación son
los cristianos sirio-libaneses que llegaban a América Latina escapándose del
Imperio Otomano y fueron llamados “turcos” cuando en realidad lo que
querían era no reconocerse como tales. Lo mismo les pasó a los judíos de
Rusia.
En casos extremos en que la
autoidentidad perdió su legitimidad frente a la heteroidentidad, el grupo
minoritario está frente a una “identidad negativa”, consecuencia de una estigmatización
aplicada por los grupos dominantes.
Los grupos minoritarios terminarán
asimilando e interiorizando la imagen despreciativa construida por los
demás. Esto puede llevar algunos de sus miembros a reprimir los signos
exteriores de esa diferencia negativa.
En definitiva, el poder de
identificación depende de la posición que se ocupa en el sistema de
relaciones que vincula a grupos entre sí. Y en las luchas sociales se pone
en juego siempre la identidad.
En palabras de Bourdieu, sólo los
que tienen autoridad legítima pueden imponer las definiciones
identitarias, que operarán como un sistema de clasificación que fija
las posiciones respectivas de cada grupo.
Muchas veces, el poder para
clasificar lleva a la etnización de los grupos subalternos y puede
convertirse en un argumento para su marginación. Esta actitud de
discriminación puede incluso prolongarse en políticas de segregación.
La identidad, un asunto de Estado
Los Estados-naciones modernos se
convirtieron en gerentes de la identidad para la cual se instauran
reglamentos y controles, como son los “documentos de identidad” (DNI). Pero
para definir una suerte de “identidad nacional” tiende a la monoidentificación.
Esta “identidad nacional” se
convierte en la identidad de referencia, la única verdaderamente legítima.
Por eso, la ideología nacionalista es una ideología de exclusión de las
diferencias culturales.
Este procedimiento permite reducir
un conjunto colectivo heterogéneo a una personalidad cultural básica:
“los árabes son de tal forma…”, “los africanos son de tal otra…”.
Para transformar la identidad
negativa (heteroidentidad) en positiva, los negros norteamericanos
intentaron reapropiarse de los medios para definirse a sí mismos como “afroamericanos”.
La identidad multidimensional
Querer reducir cada identidad
cultural a una definición simple es no tener en cuenta la heterogeneidad
de todo grupo social. Lo característico de la identidad es, justamente, su carácter
fluctuante.
Esta concepción exclusivista de la
identidad no permite pensar lo mixto cultural que aparece en los casos
de aparente “doble identidad”, como los jóvenes provenientes de la
inmigración.
Los hijos de chinos en Perú se
sienten plenamente peruanos, pero siguen fuertemente vinculados con la
identidad china. Incluso los peruanos no creen que un hijo de inmigrantes
japoneses (Fujimori) represente una amenaza para su identidad nacional.
Cada individuo reconoce tener una identidad
de geometría variable: es de Recoleta, porteño, argentino, sudamericano y
hasta occidental. En general, esto funciona sin demasiados problemas porque las
autoridades dominantes (Estados) así lo permiten.
Las estrategias identitarias
En la medida en que la identidad es
un lugar en el que se ponen en juego luchas sociales de “clasificación”,
la identidad es vista como un medio para alcanzar un cierto fin. Para
ello, el individuo utilizará de manera estratégica sus recursos
identitarios.
Sin embargo, esto no significa que
los actores sociales sean completamente libres para definir la identidad
de acuerdo a sus intereses. Las estrategias deben considerar relación de fuerza
entre los grupos, en una determinada situación social.
Por ejemplo, los judíos marranos
que se convirtieron al catolicismo para escapar a la persecución. En
determinados contextos, la identidad es un emblema o un estigma.
La reinvención estratégica de una
identidad colectiva, como en el caso de las comunidades originarias de
América, se inscriben en movimientos de reivindicación de las minorías
étnicas en los Estados-naciones contemporáneos.
En los años setenta, los haitianos
emigrados a Nueva York hablaban francés en público para escapar a la
identificación con los negros estadounidenses. Pero cuando en los años ochenta
se los clasifica como “grupo de riesgo” (a causa del desarrollo del SIDA)
cambian de estrategia y reivindican una identidad transnacional caribeña.
Las “fronteras” de la identidad
El ejemplo anterior muestra que toda
identificación es, a su vez, diferenciación. En este proceso, según
Barth, lo importante es establecer un límite entre “ellos” y “nosotros”.
La frontera étnica será la
resultante de una negociación permanente entre la identidad que el grupo
pretende darse y la que los otros quieren asignarle. Para estudiar las variaciones
de la identidad habrá que estudiar las negociaciones interétnicas que
determinan desplazamientos de las fronteras.
De todas formas, lo que crea la
separación no es la presencia de ciertos rasgos distintivos sino la voluntad
de diferenciarse mediante determinados marcadores de identidad específica,
es decir, ostentando ciertos rasgos diacríticos.
Por lo tanto, la cuestión no es
saber quiénes son “verdaderamente” los mapuches, sino que esto significa
recurrir de manera estratégica a ciertos recursos identitarios, en este caso la
identificación “mapuche”, para diferenciarse de los “no-mapuches”.
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