13.5.13

Cuche - La noción de cultura en las ciencias sociales

Jerarquías sociales y jerarquías culturales
            La cultura, para Cuche, es una construcción que se inscribe en la historia de las relaciones de los grupos sociales entre sí. Al entrar en contacto, cada colectividad intentará defender su especificidad esforzándose por diversos artificios para convencer(se) de que su modelo cultural es propio y original.
            El hecho de que el juego de la distinción lleve a valorar y acentuar un cierto conjunto de diferencias culturales en detrimento de otros es resultado del carácter específico de una determinada situación. Y estas situaciones son siempre relaciones sociales desiguales.
            Dado que las culturas no existen independientemente unas de otras, están ordenadas en una cierta jerarquía. Esto trae aparejado una serie de conflictos entre los grupos que ocupan posiciones desiguales en el campo social, con más o menos fuerza que otros, pero nunca totalmente despojados en el juego cultural.

Cultura dominante y cultura dominada
            Hablar de “cultura dominante” o “cultura dominada” es recurrir a metáforas porque lo que existe son grupos sociales que están relaciones de dominación y subordinación. Una cultura dominada no está necesariamente alienada.
            En su evolución, no puede dejar de tener en cuenta a la cultura dominante, pero a su vez no puede dejar de ejercer resistencia a esa imposición cultural.
            Como creían Kart Marx y Max Weber, la cultura de clases dominantes es la cultura dominante. Para estudiar las culturas habrá que analizar, por ende, la situación de dominación.

Las culturas populares
            Según Cuche, para hablar de cultura popular hay que evitar dos tesis opuestas. La minimalista sugiere que las culturas populares no serían más que derivados de la cultura dominante, que sería central.
            La tesis maximalista opuesta sostiene que las culturas populares son superiores a las “letradas” por ser más “auténticas”. Pero lo que no tienen en cuenta estas dos tesis es que ninguna cultura es homogénea sino que son construidas en situaciones de dominación.
            Es por eso que, para Cuche, las culturas populares son culturas de oposición, de resistencia a la imposición cultural. No obstante, la resistencia cultural no basta para fundar una autonomía cultural suficiente.
            Y es precisamente durante el olvido de la dominación social que las clases populares recrean actividades culturales autónomas. Es que los grupos populares no están todo el tiempo enfrentados con el grupo dominante.
            Cuche cita a Michel de Certeau, quien definió la cultura popular como la cultura “común” de la gente común, es decir, una cultura que se fabrica en la cotidianeidad, en las actividades del día a día.
            Como es multiforme y está diseminada, para aprehenderla, hay que aprehender la inteligencia que la gente común hace de la producción masiva. Es que, para él, la cultura popular se define por las maneras de utilizar los productos impuestos por el orden económico dominante.
            Y la creación de esta cultura popular opera por una lógica similar a la del bricolage, opuesta al conocimiento científico. Una especie de acomodamiento pre-reflexivo.
            Así, Certeau cree que esta “cultura del consumo” se caracteriza por el engaño y la clandestinidad. La investigación de las culturas populares se encuentra entre la producción masiva dominante y su consumo disperso y uso cotidiano.

La noción de “cultura de masas”
            Tuvo gran resonancia en los años sesenta con el desarrollo del estudio sobre los medios masivos de comunicación. Numerosos autores se dedicaron al análisis de la producción y consumo culturales.
            Pero Cuche subraya su desacuerdo con el empleo de la noción de “masas” porque remite al conjunto total de la población, sin distinguir “cultura para las masas” de “cultura de las masas”.
            Porque una masa de individuos reciba el mismo mensaje no significa que ésta constituya un todo homogéneo. Al contrario, los consumidores no asimilan pasivamente los contenidos que se difunden, sino más bien se apropian de ellos  y los reinterpretan según sus propias lógicas culturales.
            Así, por ejemplo, la serie de televisión Dallas tuvo éxito incluso en los pueblos jóvenes de Perú y en aldeas saharianas de Argelia, peo no fue comprendida de la misma manera ni mirada por los mismos motivos en lugar y en otro.
            En conclusión, por más estandarizado que pueda ser el producto emitido, su recepción no es nunca uniforme. Por eso, las nuevas investigaciones en medios de comunicación deberán prestarle mucha más atención a lo que los consumidores hacen con lo que consumen.

La cultura de clase
            El débil valor heurístico de la noción de cultura de masas y la imprecisión de las de cultura dominante y cultura popular, llevaron a los investigadores a reconsiderar positivamente el concepto de cultura de clase.
            Es que los sistemas de valores, los modelos de comportamiento, las prácticas cotidianas más comunes y los principios de educación varían sensiblemente de una clase a otra.
            Así, por ejemplo, las prácticas alimentarias están profundamente vinculadas con la clase social de pertenencia. Es que los gustos varían de acuerdo a las imágenes inconscientes, los aprendizajes y recuerdos de infancia.
            De esta forma, hay carnes “burguesas” como el cordero y la ternera y carnes “populares” como el cerdo, de la misma forma que las papas son los vegetales frescos más “obreros”. Comer, por ende, es una manera de marcar la pertenencia a una clase social particular.
           
Max Weber y el surgimiento de la clase de los empresarios capitalistas
            Max Weber se opuso a la tesis, que consideraba simplista, del materialismo histórico, según la cual las ideas, valores y representaciones eran un reflejo de situaciones económicas dadas.
            Para ello, escribió La ética protestante y el espíritu del capitalismo. La tesis de este libro es que el desarrollo de una nueva clase de empresarios obedece a difusión de valores ascéticos secularizados, propios de la Reforma calvinista: el ethos protestante.
            Según Weber, la formación del capitalismo de empresa burgués, con su organización racional del trabajo libre, no hubiera sido posible sin la expansión de los nuevos valores protestantes que promueven al trabajo como una forma de liberar al hombre.
            La Reforma había planteado la idea de que la “vocación” del cristiano se llevaba a cabo en el ejercicio cotidiano de la profesión más que en la vida monástica. Sólo frente a Dios, liberado de la tutela de la Iglesia, el individuo se convierte en una persona completa.
            No obstante, los individuos no pueden quedarse tranquilos con sus ganancias ni disfrutar de manera estéril sus bienes. Las nuevas virtudes reconocidas son el sentido del ahorro, la abstinencia y el esfuerzo, base de la nueva disciplina.
            Es por eso que, lejos de la ostentación, se impone el criterio de la discreción. Con sus ganancias, los empresarios deben hacer inversiones más que dedicarse a gustarlas en banalidades.
            Más que la gran burguesía comerciante tradicional, la que cumple un nuevo rol en este proceso es la burguesía media de pequeños empresarios. Ella es la que difunde los nuevos valores ascéticos puritanos.
            El ethos capitalista, sin embargo, gana progresivamente otros grupos sociales, incluidos los obreros, hasta que se extiende al conjunto de la sociedad. Esta ampliación está acompañada por una “racionalización” de la vida social y de la actividad económica, sometidas a una organización cada vez más metódica y hasta científica, que se esfuerza por superar el orden de lo afectivo y lo emocional.

La cultura obrera
            Cuche cita a algunos investigadores de la cultura obrera. El primero, Maurice Halbwachs sostuvo que, al estar determinadas las necesidades de los individuos por las relaciones de producción, la naturaleza del trabajo obrero determinaba las formas de consumo obrero.
            Richard Hoggart, por su parte, estudió la especificidad de la cultura obrera para descubrir un sentido de pertenencia a una forma de vida y un destino compartidos que priorizan la solidaridad familiar y el uso colectivo de los medios materiales.
            No obstante la “privatización” de los modos de vida obrera, que se manifiesta en la declinación de los espacios sociales a favor de las propiedades privadas, ésta no ha desaparecido.
            Internamente, el espacio privado obrero está organizado de acuerdo a normas específicas, que privilegia cierto uso de vestimenta, lenguaje y vivienda y organiza las tareas domésticas en una férrea división sexual de roles.

La cultura burguesa
            Al contrario de lo que pasa con la cultura obrera, la burguesa se hace difícil de estudiar porque rara vez es reivindicada. Los burgueses, en tanto individuos, no se enorgullecen explícitamente de su condición.
            No obstante, los que sí lograron estudiar esta cultura, observaron una ritualización de ciertas prácticas de la vida cotidiana, como las comidas en la mesa, momento privilegiado para la socialización y transmisión de valores familiares burgueses.
            La preeminencia del ámbito doméstico familiar se refleja en el uso constante de una memoria genealógica familiar, en detrimento de una identificación manifiesta de clase o el privilegio de los espacios sociales vecinales, como en la cultura obrera.

Bourdieu y la noción de habitus
            Cuche señala que Bourdieu, a pesar de ser considerado un sociólogo de la cultura, no utiliza el concepto antropológico de cultura o, si lo usa, lo vincula al conjunto de producciones simbólicas socialmente valorizadas que pertenecen al dominio de las artes y las letras.
            Según la tesis de Bourdieu, los modos de consumo de la cultura, al igual que las prácticas culturales en general, están determinados por la clase social de pertenencia. Lo que caracteriza a cada clase o grupo social es el hábitus.
            Los hábitus son disposiciones corporales duraderas y transmisibles, es decir, estructuras que orientan las prácticas de los agentes. El hábitus funciona como la incorporación y materialización de la memoria colectiva y explica por qué los miembros de una misma clase actúan con frecuencia de manera semejante sin tener la necesidad de ponerse de acuerdo.
            El hábitus es el conjunto de esquemas de percepción, pensamiento y acción que permite que los individuos se orienten en su propio espacio social y que adopten prácticas acordes con su pertenencia social. Es mediante la “trayectoria social” que cambia el hábitus.

Cultura e identidad
            Según Cuche, a partir de los años setenta se extendió una suerte de “moda” por los estudios culturales sobre la identidad. No obstante, cree necesario distinguir las nociones de “cultura” y de “identidad cultural”.
            Así, una cultura puede no tener conciencia identitaria, al tiempo ciertas estrategias identitarias tiendan a modificar una cultura determinada. Es por eso que la cultura se origina, según Cuche, en procesos en gran parte inconscientes.
            El concepto de identidad cultural nació en los Estados Unidos en los años cincuenta para dar cuenta de los problemas de integración de los inmigrantes.
            La identidad social opera por exclusión/inclusión y aparece como una modalidad de categorización de la distinción nosotros/ellos, basada en la diferencia cultural.

Las concepciones objetivistas y subjetivistas de la identidad cultural
            El enfoque racial de la cultura define a la identidad como algo dado, como una herencia biológica inmanente al individuo, estable y definitiva. Esta representación genética de la identidad naturaliza la pertenencia cultural y la considera una esencia que no puede variar.
            Bajo esta perspectiva se explicó muchas veces el “genio” o la “mentalidad” de un pueblo. Por ejemplo, se consideró que las buenas cualidades de los negros para la música o los deportes eran parte constitutiva de su patrimonio genético.
            El enfoque culturalista, en cambio, el acento se pone en la herencia cultural, entendida ésta como la socialización del individuo en el seno de su grupo cultural. También en este caso la identidad se define como preexistente al individuo.
            Así, se elaboraron registros de atributos culturales invariables que se suponen inmanentes al grupo cultural y que permitirían definir la “esencia” del conjunto.
            Esta era la visión de Geertz, quien creía que la identidad cultural era una propiedad esencial inherente al grupo porque había sido aprendida en su seno, sin referencia a otros grupos.
            Frente a estas teorías que describen la identidad a partir de cierto número de criterios “objetivos” (lengua, vestimenta, religión, etc.), se alzan las críticas de los que defienden una concepción subjetivista del fenómeno.
            Para éstos, la identidad etnocultural no es más que un sentimiento de pertenencia, una identificación con una colectividad imaginaria. Pero con esta postura se corre el peligro de pensar, señala Cuche, que la identidad es una cuestión de elección individual arbitraria.

La concepción relacional y situacional
            El único enfoque que puede explicar por qué una identidad se afirmó en cierto momento o se reprimió en otro es el que atiende al contexto relacional. La posición de los agentes en el marco social orienta sus representaciones y elecciones para la construcción de la identidad.
            De esta forma, la concepción relacional de Fredrick Barth permite superar la antinomia objetivismo/subjetivismo. La identidad es el producto que se elabora en una relación que opone un grupo a los otros con los cuales entra en contacto.
            Por ende, para aprehender el fenómeno identitario hay que estudiar el orden de las relaciones entre los grupos sociales. La identidad resulta un modo de categorización utilizado por los grupos para organizar sus intercambios.
            Así, habrá que ver en qué contexto de interacción concreto se pone en marcha cierto procedimiento de diferenciación. La diferencia identitaria no es la consecuencia directa de la diferencia cultural.
            La identidad es la resultante de una negociación entre una “autoidentidad” y una “heteroidentidad” definida por otros. Identificación/diferenciación y identidad/alteridad están en relación dialéctica permanente.
            Un ejemplo de esta negociación son los cristianos sirio-libaneses que llegaban a América Latina escapándose del Imperio Otomano y fueron llamados “turcos” cuando en realidad lo que querían era no reconocerse como tales. Lo mismo les pasó a los judíos de Rusia.
            En casos extremos en que la autoidentidad perdió su legitimidad frente a la heteroidentidad, el grupo minoritario está frente a una “identidad negativa”, consecuencia de una estigmatización aplicada por los grupos dominantes.
            Los grupos minoritarios terminarán asimilando e interiorizando la imagen despreciativa construida por los demás. Esto puede llevar algunos de sus miembros a reprimir los signos exteriores de esa diferencia negativa.
            En definitiva, el poder de identificación depende de la posición que se ocupa en el sistema de relaciones que vincula a grupos entre sí. Y en las luchas sociales se pone en juego siempre la identidad.
            En palabras de Bourdieu, sólo los que tienen autoridad legítima pueden imponer las definiciones identitarias, que operarán como un sistema de clasificación que fija las posiciones respectivas de cada grupo.
            Muchas veces, el poder para clasificar lleva a la etnización de los grupos subalternos y puede convertirse en un argumento para su marginación. Esta actitud de discriminación puede incluso prolongarse en políticas de segregación.

La identidad, un asunto de Estado

            Los Estados-naciones modernos se convirtieron en gerentes de la identidad para la cual se instauran reglamentos y controles, como son los “documentos de identidad” (DNI). Pero para definir una suerte de “identidad nacional” tiende a la monoidentificación.
            Esta “identidad nacional” se convierte en la identidad de referencia, la única verdaderamente legítima. Por eso, la ideología nacionalista es una ideología de exclusión de las diferencias culturales.
            Este procedimiento permite reducir un conjunto colectivo heterogéneo a una personalidad cultural básica: “los árabes son de tal forma…”, “los africanos son de tal otra…”.
            Para transformar la identidad negativa (heteroidentidad) en positiva, los negros norteamericanos intentaron reapropiarse de los medios para definirse a sí mismos como “afroamericanos”.

La identidad multidimensional
            Querer reducir cada identidad cultural a una definición simple es no tener en cuenta la heterogeneidad de todo grupo social. Lo característico de la identidad es, justamente, su carácter fluctuante.
            Esta concepción exclusivista de la identidad no permite pensar lo mixto cultural que aparece en los casos de aparente “doble identidad”, como los jóvenes provenientes de la inmigración.
            Los hijos de chinos en Perú se sienten plenamente peruanos, pero siguen fuertemente vinculados con la identidad china. Incluso los peruanos no creen que un hijo de inmigrantes japoneses (Fujimori) represente una amenaza para su identidad nacional.
            Cada individuo reconoce tener una identidad de geometría variable: es de Recoleta, porteño, argentino, sudamericano y hasta occidental. En general, esto funciona sin demasiados problemas porque las autoridades dominantes (Estados) así lo permiten.

Las estrategias identitarias
            En la medida en que la identidad es un lugar en el que se ponen en juego luchas sociales de “clasificación”, la identidad es vista como un medio para alcanzar un cierto fin. Para ello, el individuo utilizará de manera estratégica sus recursos identitarios.
            Sin embargo, esto no significa que los actores sociales sean completamente libres para definir la identidad de acuerdo a sus intereses. Las estrategias deben considerar relación de fuerza entre los grupos, en una determinada situación social.
            Por ejemplo, los judíos marranos que se convirtieron al catolicismo para escapar a la persecución. En determinados contextos, la identidad es un emblema o un estigma.
            La reinvención estratégica de una identidad colectiva, como en el caso de las comunidades originarias de América, se inscriben en movimientos de reivindicación de las minorías étnicas en los Estados-naciones contemporáneos.
            En los años setenta, los haitianos emigrados a Nueva York hablaban francés en público para escapar a la identificación con los negros estadounidenses. Pero cuando en los años ochenta se los clasifica como “grupo de riesgo” (a causa del desarrollo del SIDA) cambian de estrategia y reivindican una identidad transnacional caribeña.

Las “fronteras” de la identidad
            El ejemplo anterior muestra que toda identificación es, a su vez, diferenciación. En este proceso, según Barth, lo importante es establecer un límite entre “ellos” y “nosotros”.
            La frontera étnica será la resultante de una negociación permanente entre la identidad que el grupo pretende darse y la que los otros quieren asignarle. Para estudiar las variaciones de la identidad habrá que estudiar las negociaciones interétnicas que determinan desplazamientos de las fronteras.
            De todas formas, lo que crea la separación no es la presencia de ciertos rasgos distintivos sino la voluntad de diferenciarse mediante determinados marcadores de identidad específica, es decir, ostentando ciertos rasgos diacríticos.
            Por lo tanto, la cuestión no es saber quiénes son “verdaderamente” los mapuches, sino que esto significa recurrir de manera estratégica a ciertos recursos identitarios, en este caso la identificación “mapuche”, para diferenciarse de los “no-mapuches”.

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